Después de muchos años de anticipación, tuve la oportunidad de ver la obra musical de Broadway Hamiltonde Lin-Manuel Miranda en Jacksonville, Florida. Recuerdo haber aprendido sobre Alexander Hamilton durante mi primer semestre de la universidad tanto en un curso de Ciencias Políticas como en una clase de Historia de los Estados Unidos del siglo XIX. Leí algunos de los Federalist Papers de Hamilton, me enteré del genio económico que este señor y de su duelo fatal con Aaron Burr. Hace ya tiempo vengo escuchando la música de Hamilton y admiro cómo hace que la historia cobre vida.
La obra representa a Hamilton con el corazón destrozado después de que su hijo pequeño, Philip, muere en un duelo. Su esposa Eliza no solo debe hacer frente a la inimaginable pérdida de su hijo, sino también a la inesperada infidelidad de su marido. Mientras ella permanece sin demostrar cualquier emoción en el centro del escenario, Hamilton suplica: “Sé que no te merezco, pero escúchame. No pretendo conocer los desafíos que enfrentamos, sé que no hay forma de reemplazar lo que hemos perdido. Solo déjame quedarme aquí a tu lado, eso sería suficiente”. Finalmente, Eliza extiende la mano y ambos, marido y mujer, pasean juntos por las calles de Nueva York mientras la canción resume la reparación de su relación: “El perdón, ¿te imaginas?”.
No podría haber imaginado antes de ver la obra en vivo que esta escena seria una de las más fuertes. No solo por la música, la actuación y la iluminación, sino por el dolor arduo y la profundidad de la humanidad que se expresa. El personaje de Hamilton se vuelve real porque es posible identificarse con él. En un momento u otro de nuestras vidas, le hemos implorado a Dios o a un ser querido que nos perdone por una ofensa terrible. Nosotros también hemos experimentado cómo Eliza le extiende la mano a Hamilton cuando nos han perdonado. Pedir perdón requiere vulnerabilidad; siempre es un riesgo porque existe el peligro del rechazo. Como Hamilton, quedarnos al lado de la persona a la que hemos hecho daño sería suficiente, pero tenemos la suerte de saber que cuando nos acercamos a Dios Padre con un corazón arrepentido, Él no solo nos permite permanecer a Su lado, sino que Él nos abraza como sus hijos amados.
La gratitud es la única respuesta razonable al recibir el perdón. Se siente una sanación interna cuando la parte ofendida nos mira con amor. En la Parábola del Hijo Pródigo, el corazón del hijo descarriado se convierte sólo cuando está en presencia de su padre jubiloso. La magnanimidad del padre se celebra con una gran fiesta. Solo puedo imaginar la gratitud que siente el hijo.
En cada Eucaristía damos gracias a Dios Padre por el gran amor que nos ha mostrado. Por siglos, la humanidad le ha dicho a Dios, “déjame quedarme aquí a tu lado, eso sería suficiente”, pero Dios Padre ha extendido su mano hacia nosotros con misericordia al enviar a Jesús entre nosotros. Dios no permanece a nuestro lado, sino que entra en todo nuestro ser, haciéndonos santos como él es santo. Un corazón agradecido sabe que se le ha perdonado mucho y que Dios es responsable de eso.
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