El Don de un Alimento Celestial

El Don de un Alimento Celestial

Cuando era niño, recuerdo preguntarle a mi mamá durante la Misa justo antes de la comunión, ¿“se le acaban las hostias al Padre?”  Me respondió de manera rápida y bastante callada, “no, nunca se le acaban.”  Mi mente de niño escuchó estas palabras con gran incredulidad y admiración.  ¡Al sacerdote nunca se le acaban las hostias!  ¡Dios debe colocarlas milagrosamente!  En mi pensar, me imaginaba a ángeles depositando más hostias en el ciborio asegurándose de que haya siempre suficientes.

Aunque esto seria algo verdaderamente increíble, y técnicamente Dios podría multiplicar las hostias si lo deseara, más increíble es lo que ocurre ordinariamente cada vez que se celebra la Santa Misa.  El mismo Dios que ha creado todo lo que existe de la nada, transforma pan y vino ante nuestros ojos en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo su Hijo y nos lo ofrece como alimento para el camino.

Hace varios años tuve la oportunidad de visitar la Iglesia de Santo Domingo en Orvieto, Italia.  Esta iglesia contiene varios objetos que hay que ver si uno es devoto de Santo Tomas de Aquino, así que la visité.  El Santo vivió y enseñó en Orvieto por aproximadamente un año en el siglo trece.  Vi la silla desde la cual Santo Tomas enseñó, y también su breviario, el libro de oraciones que todo sacerdote tiene.  Desafortunadamente, no pude admirar lo más valioso de la colección: el crucifijo que utilizaba para la oración.  Se dice que en un momento de oración intensa ante esta cruz, Santo Tomas escuchó a Jesús decir, “has escrito bien de mi, Tomas.”

No pude ver el crucifijo ya que la capilla donde colgaba estaba en renovación, y había una sabana blanca que lo cubría todo.  Jalé la sabana lo suficiente para echarle un vistazo breve al crucifijo.  Sintiéndome derrotado y frustrado, me senté en una banca de la iglesia ante la sabana blanca y me quedé con la vista fija en ella. Intenté rezar, pero estaba tan fastidiado con mi mala suerte, que no me podía enfocar lo suficiente, hasta que surgieron en mi mente palabras de la antigua Liturgia de Santiago “Señor de Señores con vestidura humana, en el cuerpo y en la sangre. A todos los fieles se dará a sí mismo como alimento celestial”.

Del mismo modo que Jesús se reviste con nuestra naturaleza humana para que conozcamos a Dios Padre, y de la misma manera que Jesús se reviste de blanco en el pan para ingresar a nuestras almas, el famoso crucifijo se había revestido de blanco ante mi.  Con seguridad estaba ahí, pero recubierto de blanco; de la misma manera que Jesús está verdaderamente presente en la Eucaristía, pero también recubierto de blanco.  No podía ver el crucifijo, pero ahí estaba, así como en la Eucaristía no puedo ver a Jesús, pero sé que ahí esta presente.  Recubierto con vestidura humana y entregado como alimento celestial. 

San Atanasio, un gran santo de la iglesia naciente escribió, “Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios”.  En el banquete de la Eucaristía nos convertimos en lo que comemos.  Dios se acerca a nosotros para elevarnos hacia El, y compartimos su divinidad así como Jesús ha compartido nuestra humanidad. 

Recuerdo caminar al lado de mi mama hacia el sacerdote y mirar con gran asombro como ella recibía algo que yo no podía.  Permanecía parado junto a ella admirando este alimento misterioso que el sacerdote ofrecía – alimento que nunca se acaba ya que Dios se manifiesta continuamente entre nosotros. 


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