Recuerdo con inusual claridad estar montando en la parte trasera de una camioneta en el norte de la Amazonía peruana cuando tenía quince años. Había pasado el día con mi papá visitando lecherías cerca del pequeño pueblo de Cuñumbuque. Hasta el año previo esta comunidad había estado bajo el control de un grupo terrorista y ahora que el ejército lo había liberado, su gente estaba libre para hacer negocios con quienes ellos deseaban. Por esta razón mi papá estaba allí.
Mientras recorríamos un camino de tierra mal cuidado y lleno de baches, miré hacia el cielo y me quedé boquiabierto. Nunca había apreciado algo así, y nunca más he vuelto a apreciar algo así en mi vida. Había millones de luces esparcidas por el cielo nocturno como leche derramada. Era una especie de camino iluminado sobre mí que atravesaba la noche oscura. Las luces eran de diferentes colores e intensidades: blancas, azules e incluso algunas rojas. Era tan espectacular que no podía bajar la mirada. No quería ni pestañear.
“Todo lo que es bueno y perfecto es un regalo que desciende a nosotros de parte de Dios nuestro Padre, quien creó todas las luces de los cielos.” Estas palabras tomadas de la Carta de Santiago me recuerdan a esa noche en el camino desolado admirando la Vía Láctea. Yo no hice nada para merecer un panorama tan hermoso. Fue como un regalo perfecto preparado solo para mí por Dios para que mi mente sea elevada al Padre quien da todo lo bueno y perfecto.
Durante milenios los seres humanos hemos mirado hacia el cielo y nos hemos hecho preguntas existenciales. Las estrellas nos han mantenido humildes porque nos recuerdan de nuestra pequeñez. El cielo nocturno habla de algo más grande que nosotros – algo trascendente, misterioso y enorme. Durante milenios el cielo nocturno nos ha hablado de dioses y criaturas aterradoras, nos ha indicado el camino correcto y nos ha señalado a un creador. Muchas veces me he preguntado si Santiago tendría en mente un cielo lleno de estrellas como el que yo vi cuando escribió que Dios nuestro Padre quien creo las luces de los cielos nos da regalos perfectos. Entre estos regalos el don más grande que es el de la salvación.
A menudo se habla de una falsa dualidad en el papel que desempeñan la fe y las obras en nuestra salvación. Algunos creen que de alguna manera podemos ganar a cuenta propia nuestra salvación. Cuantas más buenas obras hagamos, más agradaremos a Dios y será más probable que Él nos reciba en su reino. Por el lado opuesto, otros creen que independientemente de lo que uno haga, bueno o malo, lo único necesario para la salvación es tener fe en Jesús.
Santiago escribe en su carta que la fe sin obras está muerta pero al mismo tiempo sabemos que la salvación es algo que Dios otorga gratuitamente. Esta no se puede ganar ni merecer porque no podemos salvarnos nosotros mismos. La salvación es un regalo otorgado libremente.
El elevar nuestros ojos hacia el cielo nocturno es una experiencia compartida con todo ser humano que ha vivido en la tierra. La magnitud del cielo y las estrellas habla de la grandeza de Dios y de su inigualable generosidad que lo ha hecho venir a nuestro auxilio. El Padre que creó todas las luces de los cielos continúa dándonos dones perfectos; dones increíbles que son más asombrosos que la belleza de la Vía Láctea.
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