La Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén es el lugar más sagrado de la fe cristiana. Su tejado acoge los lugares más importantes relacionados con la vida y la muerte de Jesús. Al ingreso del antiguo edificio, a la derecha, unas gradas estrechas permiten ascender al Gólgota y rezar en el mismo lugar donde estuvieron la Virgen María, María Magdalena y San Juan al pie de la cruz. Un agujero pequeño debajo del magnífico icono de la crucifixión permite tocar la misma roca del cerro donde murió Jesús. A unos cuantos metros hacia la izquierda de la entrada, un monumento se alza bajo una impresionante cúpula, el cual recuerda la ubicación de la tumba vacía de Jesús. Los primeros cristianos marcaron este lugar fuera de la antigua muralla de la ciudad, Santa Elena en el siglo cuarto construyó el primer santuario en el lugar y los cruzados en el siglo doce construyeron la iglesia actual. El peso de la historia es evidente en el lugar sagrado, donde todos los sentidos se activan dentro de uno de los edificios más singulares del mundo.
En el lado este de la iglesia, unas amplias escaleras conducen a los peregrinos a una cripta inferior y a la Capilla de Santa Elena. A lo largo de la pared norte del paso, justo a la vista de los visitantes, hay cruces talladas por creyentes que visitaron la iglesia en los siglos catorce y quince. Un estudio reciente sostiene que estos grafitis no fueron necesariamente tallados por los propios peregrinos, sino por un trabajador que los talló en nombre de ellos, dando el polvo de la cruz recién tallada a los visitantes para que se lo llevaran como un recuerdo bendito.
Al bajar las escaleras hacia la cripta, puse mi mano sobre esas cruces que dan testimonio de la presencia y la fe de peregrinos de hace 700 años. Las yemas de mis dedos sintieron la rugosidad de las cruces talladas, que se diferenciaban de la pared lisa de piedra. “A pesar del paso del tiempo, la fe de estos peregrinos y la mía es la misma fe”, pensé. “Esta fe nos une íntimamente al mismo Jesucristo que es el mismo ayer, hoy y siempre”. El tiempo se desvanece cuando Jesús reúne a todos los creyentes, pasados y presentes, hacia Sí, dando lugar a lo que la Iglesia reconoce como la Comunión de los Santos. El escritor católico inglés G. K. Chesterton escribió en su libro Ortodoxia: “La tradición significa dar voto a la más oscura de todas las clases, nuestros antepasados. Esta es la democracia de los muertos”. Esta frase reveladora pone de relieve la realidad de que quienes nos han precedido en la fe todavía tienen voz. Los escuchamos y los recordamos porque reconocemos que nuestro Dios no es un Dios de los muertos, sino de los vivos. En Cristo, todos los creyentes, los que están en la tierra y los que están en el cielo, permanecen íntimamente unidos. Nuestra fe nos une los unos a otros hacia una única comunión con el Dios Trino.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Mas aun, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales” (CIC #955). La comunión que existe entre los creyentes nos permite orar los unos por los otros, ya sea entre los vivos o haciendo petición que los muertos intercedan por nosotros ante Cristo. El Catecismo señala además que quienes están en el cielo están más íntimamente unidos a Cristo y, por tanto, ayudan a la Iglesia a aferrarse más firmemente a la santidad. “Ellos no dejan de interceder por nosotros ante el Padre… su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad” (CIC #956). La Carta a los Hebreos menciona una “gran nube de testigos” que nos rodea a los fieles en la tierra. Los fieles en el cielo nos alientan a terminar bien la carrera de la vida, para que la unión que ya existe entre nosotros, se lleve a su perfección en el cielo.
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