Corre hacia la Misericordia

Corre hacia la Misericordia

Al salir de la hermosa iglesia colonial de San Francisco en el centro de Lima con un amigo de la universidad que había viajado conmigo al Perú por unas semanas, cinco camiones militares con cañones de agua pasaron apresurados por la calle estrecha junto a la imponente estructura. Había visto las noticias antes de ir al centro y sabia que manifestantes se estaban reuniendo cerca del Congreso. Mi amigo bastante alarmado me dijo: “¿qué vamos a hacer ahora?” Tranquilamente respondí: “vamos a caminar en el sentido contrario de donde van los camiones”. Si hubiéramos caminado tres cuadras detrás de la iglesia, habríamos encontrado manifestantes violentos en la Plaza Bolívar frente al Congreso. Sin embargo, decidimos caminar dos cuadras hacia el otro lado donde disfrutamos de un maravilloso almuerzo al aire libre sentados en la Plaza Mayor de la ciudad.

Como sacerdote tengo contacto con muchas personas que luchan contra la impaciencia y la ira. Estas pueden estar dirigidas hacia una persona en particular o una situación en sus vidas. La incapacidad de efectuar un cambio conduce rápidamente a estos dos pecados comunes. La mera mención de la persona o un recordatorio de la situación dolorosa inicia un proceso dentro de la persona que agrega sal a la herida. Por difícil que sea de entender, cuando los cañones de agua de la vida pasan rápidamente ante a nosotros, tendemos a correr detrás de ellos directamente hacia el problema, en lugar de dirigirnos en la dirección opuesta. Existe una tendencia donde permitimos que aquellos que nos han ofendido o herido sigan haciéndonos daño incluso en su ausencia. Nosotros mismos aumentamos en el problema.

A menudo reflexiono sobre el pasaje del Evangelio de San Juan donde Jesús se encuentra con una mujer sorprendida en el acto de adulterio e invita a los escribas a arrojarle piedras si no tienen pecado. Ninguno de ellos lo hace y se marchan. Me imagino a la mujer recogiendo una piedra que unos pocos segundos antes había caído de las manos de uno de los escribas, y luego procede a golpearse en la cabeza con ella. Jesús, absolutamente atónito, pregunta: “¿Qué estás haciendo? Nadie te ha condenado, ¿por qué te estás condenando a ti misma?” Por ridícula que sea esta situación hipotética, refleja una tendencia frecuente de lastimarnos sin la ayuda del prójimo. Nuevamente, en lugar de alejarnos o de soltar, corremos hacia la protesta o nos golpeamos con una piedra.

Una de mis mayores alegrías como sacerdote es compartir la misericordia de Jesús cuando escucho confesiones. Se acercan corazones agobiados y angustiados y parten animados y alegres. Ningún pecado es demasiado grande, ninguna ofensa imperdonable: hay verdadera libertad en la misericordia de Dios. Como confesor reconozco que estoy en una posición privilegiada, no por mi bien, sino para que los pecadores puedan experimentar de primera mano la misericordia de Dios. Puedo asistir a los demás para que acepten el perdón y animarlos a que se lo extiendan a su prójimo para que se calme esa inquietud que sienten. En lugar de correr junto con los camiones militares directamente a la protesta donde solo ocurre más daño, Jesús nos invita a alejarnos del pecado y sus efectos, a aceptar la misericordia y disfrutar de un momento de paz.

 


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