Una mañana fría antes de ir a clase, un amigo me invitó a almorzar. Acepté verlo al medio día. Minutos después de sentarnos en el comedor universitario, mi amigo reveló el motivo de su invitación: “Necesito que vengas a la misión médica a Ecuador porque mis dos traductores se retiraron ayer. Necesito un traductor”. Sabía que Joe estaba a cargo de esta misión médica, pero yo no tenía ningún deseo de participar en una de las varias oportunidades misioneras ofrecidas por la universidad durante las vacaciones de primavera. Después de escucharlo por unos diez minutos lo interrumpí, “¿para cuándo necesitas una respuesta?” Sonrió y dijo: “para cuando terminemos de almorzar”.
Cuatro semanas después abordé a un avión con destino a Quito, y al día siguiente estaba en un autobús en camino hacia la costa. Aunque un hostal en la ciudad de Muisne se convirtió en nuestra base de operaciones, un pequeño grupo de nosotros viajó por varias horas a caballo a un pueblo remoto para llevar a cabo una clínica médica por tres días. Dormimos sobre un piso duro de madera y comimos lo que la señora en el comedor comunitario preparaba. Una mañana abordamos un pequeño bote en el río Muisne y nos dirigimos sin temor hacia el Pacífico. El bote ascendía las enormes olas y caíamos con fuerza hacia el lado opuesto. Era como una montaña rusa, pero con la posibilidad de ser tragados por el mar. Llegamos al pueblo de San Francisco donde nos quitamos los zapatos, nos remangamos los pantalones y caminamos hacia la orilla con nuestros equipos y medicamentos.
Durante estos días de misión vi a dos mujeres pelearse por el último tubo de pasta de dientes disponible. Vi a un sacerdote bautizar y confirmar a un bebé recién nacido moribundo cuya madre había traído a la clínica pero no podía hacer el difícil y largo viaje al hospital. Cada día traduje entre doce a quince horas para un pediatra quien veía niño tras niño, familia tras familia, todos buscando ser sanados, aferrándose a una nueva esperanza que su comunidad no podía ofrecerles. En las palabras del Papa Francisco, me encontré en los márgenes o las periferias de la sociedad, y experimenté de primera mano la realidad del inimaginable sufrimiento humano. Al mismo tiempo, estaba consciente de la esperanza que el evangelio brindaba a las personas que servíamos. Una señora de Musine que trabajó con nosotros me comentó que ver a veinte jóvenes de los Estados Unidos llenos de alegría la alentó a ella y a su comunidad. “Siempre pensé que las personas en los Estados Unidos no tenían ningún uso para la religión, pero esto me demuestra lo contrario”, me confió.
San Juan Pablo II, un hombre que cargó sobre sí mismo gran dolor y sufrimiento, enfatizó la necesidad de actos de amor en respuesta al sufrimiento humano en su Carta Apostólica Salvifici Doloris. Cada vez que realizamos un acto de amor para remediar el sufrimiento humano, es Jesús quien experimenta sus efectos. “[Jesús] mismo es el que en cada uno experimenta el amor; Él mismo es el que recibe ayuda, cuando esto se hace a cada uno que sufre sin excepción. Él mismo está presente en quien sufre, porque su sufrimiento salvífico se ha abierto de una vez para siempre a todo sufrimiento humano”. El sufrimiento nos desconcierta, sin embargo, dos cosas son seguras: Jesús acompaña a los que sufren y Jesús nos incita a responder demostrando compasión hacia los que sufren.
El segundo de la izquierda soy yo
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