El primer día de clase de latín en el seminario tradujimos algunas frases sencillas del gran filósofo y político romano Cicerón, entre ellas la primera línea de una carta a su esposa: “Si vales valeo”, que significa “si tú estás bien, yo estoy bien.” Este ejemplo no sólo muestra la brevedad del latin para expresar ideas que requieren muchas palabras en los idiomas modernos, sino que también demuestra cierto aspecto de un sentimiento que a menudo encuentro hoy expresado con la frase: “si tú eres feliz, yo también soy feliz”, o quizás la afirmación más directa: “haz lo que te haga feliz”.
Esta forma común de pensar me parece bastante peligrosa ya que a fin de cuentas es un muy mal consejo. Superficialmente parece tolerante e inofensivo, pero no tiene en cuenta el valor moral de las acciones emprendidas. Objetivamente hablando, hay cosas que aparentan brindar la felicidad pero no lo hacen por sus consecuencias negativas o porque son contra la ley. Supongamos que Pedro usa drogas recreativas y eso lo hace feliz, aunque sea temporalmente, y la respuesta de su madre es: “Hijo mío, haz lo que te haga feliz”. O consideremos a María, que dirige una red de tráfico de personas y gana cientos de miles de dólares, financiando un estilo de vida lujoso del cual disfruta enormemente, y la respuesta de su padre a esta horrenda situación es: “si tú eres feliz, hija mía, yo soy feliz”. Estos son ejemplos extremos para definir un punto claro y sencillo: no puedo ser yo feliz simplemente porque tú lo eres; no todas las decisiones que uno toma tienen el mismo valor moral.
En su libro Las Confesiones, San Agustín escribió hace siglos: “Todos queremos vivir felices; en toda la raza humana no hay nadie que no asienta a esta proposición, incluso antes de que sea articulada plenamente. ¿Cómo es, entonces, que te busco, Señor?” La Iglesia propone que cada ser humano es creado buscando la felicidad verdadera y duradera, y esta solo se encuentra en la medida en que uno se acerca a Dios. La verdadera felicidad duradera, o bienaventuranza, se encuentra en el cielo cuando uno contempla a Dios cara a cara. Solo ahí, todo deseo humano es plenamente satisfecho. Jesús propone en el evangelio las bienaventuranzas, un camino hacia la felicidad que parece ignorar la sabiduría del mundo: ¿cómo pueden ser felices los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los hambrientos de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacificadores y los perseguidos?
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que la verdadera felicidad o dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana. La felicidad que se nos promete, sin embargo, nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo (CIC 1723). Jesús predicó: “No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y la podredumbre destruyen, y los ladrones minan y roban. Acumulen más bien tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la podredumbre destruyen, ni los ladrones minan y roban. Porque donde esté su tesoro, allí estará también su corazón” (Mateo 6, 19-21). En las bienaventuranzas Jesús nos invita a buscar la felicidad duradera en lo eterno, en lugar de en las cosas pasajeras que siempre nos dejan con ganas de más. Incluso ante los desafíos, si un corazón mantiene sus cimientos firmes en Dios, la verdadera felicidad siempre está al alcance.
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