Pareciese como si marzo del 2020 fue hace ya muchísimo tiempo. Las calles del centro de Savannah estaban vacías. No había turistas, ni peatones, y todos los lugares de estacionamiento estaban disponibles. La mayoría de los negocios estaban cerrados, excepto la farmacia y algunas cafeterías. El 27 de marzo el Papa Francisco ingresó a la Plaza de San Pedro mientras esta estaba vacía y oscura para un servicio especial de oración, uno que cautivó y consoló a millones de almas en el mundo entero.
El Papa inició su mensaje con estas palabras, “densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso.” Al reanudarse el antiguo ritmo de vida pero con precauciones y restricciones, es fácil olvidar cuán oscuras se volvieron las cosas al comienzo de esta pandemia. Pienso que toda persona o conoce a alguien que murió de COVID o a quien que perdió a un ser querido por COVID. Ya que la ciencia médica ha descubierto mejores tratamientos para este virus, conozco a un buen número de personas que se han recuperado después de estar al borde de la muerte.
Estos últimos meses nos han permitido identificarnos con nuestros antepasados que enfrentaron muertes inesperadas y prematuras debido a plagas y complicaciones de parto. Hemos olvidado colectivamente como raza humana lo frágil que es realmente la vida. El avance médico nos ha convertido en dueños de nuestro propio destino, salvando muchas vidas y, en ocasiones, dándonos una falsa sensación de seguridad de que toda enfermedad y dolencia es curable. También he experimentado un fideísmo ciego en el que las personas sostienen que no le temen al virus porque Dios los protegerá. Aunque estas palabras suenen piadosas, pueden llevar a acciones gravemente irresponsables. Dios nos dio un intelecto para que podamos tomar buenas decisiones basadas en hechos y no exponernos a riesgos innecesarios.
En el servicio de oración, el Papa Francisco indicó un buen camino hacia adelante durante su homilía junto a un antiguo crucifijo que fue sacado en procesión por las calles de Roma en tiempos de plaga: “Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor.” Avanzamos con la cruz de Jesús, conscientes tanto del sufrimiento como de la gloria que contiene.
Mientras nuestra sociedad moderna avanza sobre aguas turbulentas, el Cardenal Robert Sarah de la Oficina de Liturgia y Sacramentos en el Vaticano envió una carta a los obispos del mundo urgiéndolos a regresar a la normalidad de la vida cristiana tan pronto como las circunstancias lo permitan. Recordó a los Mártires de Abitinia del siglo cuarto que cuando fueron encarcelados declararon que no podían vivir sin el domingo; lo que significa que no podrían vivir sin el encuentro en comunidad para la celebración eucarística. Cada parroquia debe tomar las precauciones adecuadas, y las personas deben ser informadas por su conciencia al decidir cuándo y si pueden asistir a Misa presencialmente en su parroquia en lugar de en una transmisión en vivo. A medida que nuestra sociedad adquiere un sentido de normalidad con los nuevos protocolos establecidos, no podemos olvidar la asistencia a Misa si la salud y las circunstancias lo permiten.